Raquel G. Ibáñez
Los retratos siempre me han resultado conflictivos. Ya me pasaba cuando era pequeña y cualquier cosa era susceptible a ser filtrada por mis lápices, e incluso ya en la Facultad de Bellas Artes un puñado de años después.
Entiendo los retratos en grandes pinacotecas de marcos fastuosos porque los veo dentro de una coctelera histórica, sociológica, narrativa o testimonial. Fuera de esos espacios, los retratos se me antojan ambiguos y mucho más en 2015. ¿Por qué? es la pregunta más recurrente. Por qué, qué necesidad técnica hay, es lo primero que podemos pensar si la fotografía está al alcance de nuestras manos y permite una economización del tiempo y de la manufactura ajena. No, eso no es lo que perturba. Por qué tener una imagen tuya. Por qué realizar ex profeso una imagen de y para tí. Todas las respuestas son extremas y se desbordan en si mismas ya sea por ausencia o por defecto: de autoestima, de vanidad, al fin y al cabo, de transcendencia.
Ahora me pregunto qué carajo hago aquí. No busco quién soy frente a Iván y sus lápices, ni tampoco pretendo reafirmarme. Vivir es arder en preguntas -decía Artaud- y yo creo que las buenas imágenes siempre deben ser incendiarias, sea vean, se toquen, o simplemente se sientan. Quizá no sea tanto el retrato como objeto. Quizá sea el encuentro entre dos desconocidos que se unen con un propósito aparentemente sencillo pero arriesgado, terriblemente romántico para la época actual. Me niego a pensar que soy sólo una representación. Un cuerpo, un rostro. Me niego a pensar que él sólo es una mano sobre el papel.
Me niego a pensar que esto, sólo es un retrato.