Alberto, Manuel y Momo
«El sol ha muerto hace quince minutos, pero en el espacio que hay de la puerta de mi cuarto al radiador, la luz sigue emitiendo calor y alimentando con voraz insistencia la colonia de eufranitus que ha invadido el suelo, lo que piso, lo que toco y lo que veo. Apenas me alcanza el aire que, una vez dormido, me alquila el cactus del ventrículo izquierdo. Y entonces, sin desearlo, una radiación azul parpadea en los contornos oscuros de mi piel de fantasma. Y huele a océano de larvas, polares. Sufro la sensación contraria a la asfixia; y un segundo después, los eufranitus, en su ridícula, pero dañina composición, son plenamente conscientes de que, junto con su sol, van a perecer. El devorador de pulsos olvidados está aquí. El runrún de la estática zumbando en mis oídos por fin me deja dormir el invierno que tanto anhelo. Sobre cadáveres de estrellas sin nombre. Eufranitus.»