Alberto García
Antes no me gustaba pasear por la Gran Vía. Me parecía un lugar mercenario de nuestra manera de consumir. Una vena reventada que desangraba la ciudad de Madrid.
Hace poco, alguien me dijo que la Gran Vía era su lugar favorito de Madrid y me explicó el porqué. “Alberto, la Gran Vía en realidad es un teatro”, me dijo. Y si lo piensas es verdad. Es una calle que casi no puede contener la cantidad de edificios que nada tienen que ver con la identidad de Madrid. La Gran Vía es el sueño de un rey que quiso dar relumbrón a una ciudad de edificios bajos y barriadas provincianas. Un capricho repleto de referencias parisinas, neoyorquinas y soviéticas. Una vía barroca para un ciudad castiza.
En una ciudad sin Broadway, ni Campos Elíseos, ni Támesis, tenemos la Gran Vía; una mezcla todo. Divide Madrid en dos márgenes, que no se relacionan, que no se miran, que no se saludan. Cuando uno atraviesa esta frontera le entran ganas de echar la mano al bolsillo de su chaqueta para comprobar si lleva el pasaporte. Dos mundos separa la Gran Vía.
A menudo, mientras la recorro, elevo la vista para comprobar si hay bambalinas que sostengan este gran decorado teatral; pero nada. Sin embargo, tras bastidores se encuentra Madrid. Ese de edificios bajos y carácter provinciano. El Madrid que un día se convirtió en metrópoli y que tiene en la Gran Vía ese intento de estar a la altura. ¿A la altura de quien? Madrid sólo puede estar a la altura de si misma. A la altura de lo que no es.
¡Ay, Madrid!, sigue siendo distinta. Sigue engañándome para que alguien me de una colleja, espabile, abra los ojos y descubra que tras tu Gran Vía tienes algo que te pone en el lugar que te mereces. Porque sin el capricho de un rey no habría ni escenario, ni bambalinas, ni bastidores. Nada de nada.
Alberto García Hernández