Alberto García

Salté al acantilado mientras mi tortuga ladraba enloquecida. De repente, todo pareció estremecerse y nunca más desplegué lo que ellos estaban deseando ver. Ellos, ¿o eran ellas?, querían seguir andando sin mojarse las alas, por lo que se pegaban agazapados, o agazapadas, al suelo todo lo que sus pantagruélicos cuerpos permitían.

Empezó a sonar «Heart to heart» a todo trapo mientras Gran Vía se axfisiaba en medio de un atasco de pelotas de goma. La mayoría eran rojas. ¿Cuántas veces había recorrido aquel río?

Metí las manos en los bolsillos de mi pantalón para ocultar que me mordía las uñas. Al hacerlo, caí en la cuenta de que había vuelto a recuperar las costumbre de guardarme allí la plastilina que robaba en la cafetería a la que mi abuela iba cada tarde a tomar gazpacho con sus amigas.

El olor a cloro era cada vez mayor. Empezaba a hacerse la oscuridad. Tambor y Bambi corrían delante de mi y el arco iris era un arte final en escala de grises.

Ya es ahora y mi teléfono me recuerda que mañana es el día de mi nacimiento. De mi cabás saco un sobre en el que me meto. Bien plegadito, sin arrugas y ocupando poco. Así me enseñó Conchi a meterme en los sobres.

– No abrir hasta un sábado de otoño a las 7 de la tarde – ; dice el sobre.

  • 2015